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Claire Lin, una joven taiwanesa, cumplía años el 18 de marzo. Ese día, tal vez desde temprano, la joven había encontrado muchas felicitaciones en el muro de su cuenta facebook; por desgracia, no veía por ningún lado la felicitación que más esperaba: la de su novio. La relación no andaba bien, aunque Lin tenía la esperanza de que en el día de su cumpleaños su pareja se acordaría de ella y todo terminaría con un final de reconciliación feliz. Sin embargo, la felicitación anhelada, o al menos una llamada o un mensaje, nunca llegó. El corazón adolorido de Claire se fue rompiendo con cada minuto y horas de aquel silencio. Llegó un momento en que la joven tomó una determinación escalofriante: se quitaría la vida, y no la haría en secreto, dejaría que sus amigos, o “contactos” como ahora se llaman, pudieran seguir el proceso lento y angustiante de su muerte. Se encerró en la intimidad de su recámara –se aisló como lo hacen muchos de nuestros jóvenes-, prendió un anafre de carbón, dejó que la habitación se llenara de humo y empezó a describir su aventura fatal a nueve de sus contactos por medio del “chat” de Facebook. Y aunque los amigos “cibertrónicos” de Lin le pedían que renunciara a ese descabellado plan, ninguno alertó a la policía. No podían hacerlo, pues desconocían la verdadera dirección de la joven. Lin entonces comenzó a subir fotos desde su móvil: el cuarto se hallaba nublado por el humo. Uno de los amigos le suplicó: “ten calma, abre la ventana, apaga el carbón, te lo ruego”. Pero la joven, de 31 años, le respondió: “El humo me sofoca, me hace llorar. Ya deja de escribir”. Las últimas palabras que alcanzó Lin a escribir fueron: “Es muy tarde. Mi cuarto está lleno de humo. Acabo de subir otra foto. Aunque me estoy muriendo todavía quiero FB (facebook). Debe ser veneno de FB. Jajajajaja”.

Los propietarios de este sitio de internet han determinado mantener vigilancia sobre aquellos contenidos que resulten sospechosos o con alto riesgo de advertencia de un posible suicidio. La explicación de los expertos, como Chai Ben-rei, un sociólogo de la Universidad de Feng Chia en Taiwán, concluye que “el caso de Claire es un reflejo del aislamiento social en la era de la internet”.

Este acontecimiento es digno de la mayor conmiseración, más aun, si tomamos en cuenta que el alma de esta joven no va encontrar en el más allá el alivio que andaba buscando. A pesar del dolor que nos causa esta desgracia, estaríamos tranquilos si pudiéramos decir: “mis hijos o yo mism@ nunca vamos a enfrentar esos problemas”. ¿Estamos seguros, padres? ¿Estamos seguros, hijos? Padres, ¿estamos enterados que cientos, quizá miles, de jóvenes de nuestra Iglesia poseen una cuenta en Facebook y en otras redes sociales? ¿Sabemos lo que “publican en su muro” nuestros hijos? ¿Quiénes son sus “amigos” y qué clase de información intercambian? Lo más apremiante: ¿Conocemos los comentarios que realizan con respecto a sus deseos, afectos y necesidades?

Hijos, ¿dejarían que sus padres revisaran lo que ustedes publican, la clase de información que intercambian, y supieran quiénes son sus amigos o el nombre de su pareja? La mayoría de los jóvenes pudiera argumentar: “No, porque mi privacidad es sagrada”. El problema es que tenemos un problema.

Hace poco, una bella jovencita cristiana –de 13 años apenas-, escribió en su “muro”: “Hoy más que nunca necesito un abrazo”. Los comentarios no se hicieron esperar. En su propio lenguaje (anti-ortográfico e incomprensible por momentos para los ajenos), muchos otros jovencitos (y otros ya no tanto, a juzgar por sus fotografías del perfil, aunque uno ya no sabe si realmente corresponden a la persona en cuestión) enviaban toda clase de aliento y “abrazos virtuales” a la muchachita triste. Ese aislamiento social y falta de comunicación efectiva intrafamiliar, como opinan los que saben de esto, ¿no se estará extendiendo como un cáncer hacia la juventud cristiana? ¿Por qué la juventud siente más confianza con otros que con sus propios padres o pastor? No es nuevo saber que los jóvenes se sienten más a gusto entre ellos, así ha sido desde que la sociedad entró en la era moderna. No obstante, la neutralidad emocional que trasluce la pantalla; la anónima presencia que puede “espiar” lo que nos duele y gusta; la excitante posibilidad de poder atisbar en la vida ajena o en el perfil de la persona que más nos gusta o que más odiamos; la comodidad de “hablar” con el amigo o el novi@ sin tener el obstáculo de la distancia física; eso y mucho más, vuelve irresistibles y enajenantes a las redes sociales. No falta el joven cristiano indolente que toma el teléfono móvil en la mañana para preguntarle a sus “seguidores”: “Se me hace tarde y no sé qué corbata ponerme. Opinen, opinen”. Y no falta tampoco el montón de secuaces (mujeres y hombres) que responden con toda clase de inverosímiles sugerencias. Y tampoco faltan, para seguir esta romería, los que se dicen o se “etiquetan” como cristianos, y aceptan al mismo tiempo enviar o recibir canciones del mundo; o en casos extremos, dejándose retratar delante de una mesa llena de botellas de licor o cerveza o bebiendo alguna de ellas (o comentando: “ya invita, ¿no?”); o el joven y la joven que escribe: “Fulan@ tiene una relación con fulan@”. Y el fulan@ resulta que no es cristiano o cristiana.

¿Qué clase de mensaje estará tratando de proyectar nuestra juventud? Puede ser que sea éste: Estoy orgulloso(a) de ser cristiano(a), y para que no queden dudas lo declaro abiertamente: ¡soy cristiano! Pero no soy un extremista, un exagerado legalista. Creo que Cristo me ama y yo amo a Cristo, pues ha sido grande en misericordia conmigo (o sea, como Cristo está de acuerdo conmigo yo estoy de acuerdo con él); ¡te amo, Jesucristo!”. En el plano afectivo las cosas no andan mejor: los ciegos tratando de guiar a otros ciegos. Alientan y al mismo tiempo perpetuán este mensaje: “Los mayores no nos entienden, no confíes en ellos”.

Tal vez nunca tengamos que lamentar el suicidio de alguno de nuestros jóvenes trasmitido vía internet. Pero si como padres no comenzamos a prestar mayor atención a las decepciones, gustos, amores, necesidades económicas y emocionales, disgustos o grado de espiritualidad de nuestros hijos, o nos mostramos demasiado indulgentes con ellos, el “suicidio virtual” de nuestra juventud consistirá en un abismo cada vez más hondo entre su entendimiento y el nuestro, que se traducirá –o se traduce ya- en un aislamiento que cada día ocupará mayor tiempo, y en una necesidad tan prioritaria para el joven como el aire mismo que respira. A estas alturas, todavía hay jóvenes que se atreven a preguntar: “¿eres adicto al face?”. “¡No! Yo sólo entro una vez al día”. Palabras más, palabras menos, lo que dice el alcohólico: “yo nomás tomo los fines de semana”.

¿Qué nos está pasando, juventud del Señor Jesucristo? ¿No será que hemos dejado entrar, así, sin oponer ninguna defensa, un virus mortal en nuestro organismo espiritual? ¿No estará nuestro cuarto lleno de humo, que hemos perdido la capacidad de pensar con claridad? ¡Debe ser veneno de facebook!